miércoles, 11 de abril de 2018

MEMORIAS DE CARTAGO Por Édouard François André. Botánico francés, que visitó la ciudad en marzo de 1876


Por fin, dejamos atrás el Quindío, y recorrimos de un galope y en breve tiempo, los tres o cuatro kilómetros que quedaban de camino a través de las praderas cortas del Cauca, para entrar en Cartago, en cuyas calles empedradas con cantos rodados, resonó el día 15 de marzo a las cuatro de la tarde, el choque de los cascos de nuestras cabalgaduras.

 La ciudad de Cartago se halla situada a los 78° 26' 48" de longitud Oeste de Paris y 4° 45' de latitud Norte en una vasta llanura que forma parte del ex
tenso valle del Cauca, y a orillas del rio de la Vieja. Unas lomas de arena cubiertas de verdura alteran el nivel general del valle. El rio de la Vieja corre encajonado entre dos márgenes pobladas de bosque y mide unos cien metros de anchura.


El Cauca dista cinco kilómetros de la ciudad. La antigua Cartago, fundada en 1540 por orden de Robledo y bajo la dirección de Suero de Nava, estaba situada diez y ocho kilómetros más al Norte, a orillas del riachuelo Otún, y sus primeros pobladores, excepción hecha de los indígenas que hubieron de sufrir el yugo de los conquistadores, fueron los restos de la expedición enviada por Vadillo, gobernador de Cartagena.

La traslación de Cartago al sitio que hoy ocupa se llevó a cabo antes de que terminara el siglo de su fundación. Pero los indios del Choco, que se hablan refugiado en las montañas del Oeste, no cesaron de hostilizar a los conquistadores y de presentarles batallas y más batallas que terminaron al cabo con la completa derrota de la población autóctona. En recompensa de la bravura de los habitantes de Cartago, el rey de España dio por armas a la ciudad un escudo adornado con tres coronas y un sol radiante.


Plaza de Bolivar
Durante mi permanencia en Cartago tuve ocasión de verificar veintiocho observaciones barométricas al nivel de la plaza de San Francisco, por la mañana, al mediodía y por la tarde, las cuales me dieron por resultado una altura sobre el mar de novecientos ochenta y nueve metros setenta y tres centímetros y una temperatura media anual de 24,4, cálculos que se aproximan bastante a las cifras consignadas por Boussingault, que son novecientos setenta y nueve metros de altura y 24,5 de temperatura media.

La población de Cartago, incluso su distrito comarcano, es de unos siete mil habitantes según datos de un censo verificado quince años atrás: ignoro si el vecindario ha tenido algún aumento desde entonces, si bien me parece algo dudoso, dada la soledad que se observa en las calles de la ciudad. Las vías, anchas y rectas y con arroyo central, están empedradas en parte con guijarros sacados del cauce del rio de la Vieja: algunas aceras son de ladrillo: la yerba lo invade todo y los jumentos pacen por las plazas en plena libertad.


Plaza de San Francisco
Las casas de tapia y cubiertas con tejado en su mayor parte, tienen un piso que da a la calle Mayor o a la plaza de San Francisco y sus ventanas, según la antigua moda española, están resguardadas por ventrudas rejas, excepto las del piso principal que tienen balcón o mirador. Las demás casas hechas también de adobes encajados en armazones de madera toscamente desbastados, sirven de almacenes alas pulperas o vendedoras de distintos objetos al por menor. Finalmente, se ven también casas claustradas de un solo piso completamente iguales a las moradas aristocráticas de Bogotá que ya llevo descritas. 


Iglesia del Convento de San Francisco
Los edificios públicos son contados: prescindiendo de la Casa de la ciudad, construcción insignificante, situada en la plaza Mayor, merecen consignarse las iglesias del Carmen, de la Matriz, de Nuestra Señora de Guadalupe y especialmente la de San Francisco, la cual formaba parte del antiguo convento de su nombre, edificio que hoy sirve de escuela cantonal. El interior se distingue por su desnudez poco en armonía con el aspecto exterior de la torre cuadrada de tres cuerpos, que no carece de elegancia. Los arrabales de Cartago diseminados por la llanura se hallan surcados de arroyos cenagosos, cuyas orillas aparecen asoladas por el ganado errante. Se ve en las inmediaciones de la ciudad una sucesión de cercados, jardines primitivos y risueños, en el centro de los cuales se levantan cabañas cubiertas con hojas de palma. 


 Vivienda en El Guayabo
Las cercas forman empalizadas de cañas de bambú, entrelazadas horizontalmente entre montantes de dos metros de altura.              La población de esta parte del Cauca es muy mezclada. Ya no se encuentra aquí, como en las provincias del Norte y del Este, la simple mezcla del chapetón (español nacido en Europa) y del godo o criollo con el indígena, cuya descendencia constituye el mestizo de cualidad, orgulloso de sentir correr por sus venas un resto de sangre azul. La raza negra ha penetrado hasta el corazón del país, dejando sus huellas vivamente impresas en la población de las clases medias y pobres. En los matices diversos que esos cruzamientos dejan en la epidermis de los habitantes del Cauca central, no se nota ni por asomo la presencia de los tonos achocolatados o de hollín rojizo que distingue a los indígenas de las regiones que llevamos recorridas, sino que sus variedades se aproximan mucho más a las poblaciones negras y criollas de las Antillas. 


Negro y Mestizo en Cartago,
Provincia del Cauca 1852
La caratea o carate, decoloración parcial o mancha constitucional del cutis observada ya por nosotros en los Llanos de San Martin, reaparece aquí con notable intensidad. Esta afección predomina principalmente en los negros, mulatos y cuarterones, entre los cuales elimina en parte el pigmento negro y presenta con menos frecuencia los tonos azulados, violáceos y amarillentos que, según hemos tenido ocasión de ver, reviste en otras partes del país. 
Otra afección también muy frecuente en muchos puntos de Nueva Granada son las paperas o coto, según el vocablo del país; pero en Cartago no sólo no se conoce esta enfermedad, sino que los enfermos de ella que se trasladan allí sanan rápidamente, atribuyéndose su curación a la virtud especial de las aguas del rio de la Vieja que toman sus cualidades yoduradas sódicas de la salina de Burila, situada a orillas del indicado rio, en la Cordillera oriental. 

Vivíamos en Cartago en casa de Don Francisco Arango Palacios, y vagando un día por los numerosos cuartos de la casa, descubrí un instrumento singular destinado a la cocción rápida del chocolate, llamado allí fuelle antioqueño. 


Fuelle Antioqueño en Cartago
Consiste el tal aparato en una tabla colocada verticalmente, con un agujero en el centro : a un lado se pone el hornillo formado por algunos ladrillos, sobre los cuales se coloca la ollita y algunas ascuas: un tubo de cobre pasa por el orificio de la tabla y desemboca cerca de ese hornillo, comunicándose por el otro extremo con la parte fija del aparato y apoyándose en un doble juego de fuelles que se mueven horizontalmente y en vaivén, con lo cual en el uno se determina la aspiración y en el otro la expulsión del aire por el tubo, y así se aviva el fuego, bastando algunos minutos para desleír el chocolate. 
La vida que llevábamos en Cartago no estaba exenta de actividad. La tarea de embalar las colecciones allegadas en el Quindío, ordenar los apuntes, recoger las muestras mineralógicas y botánicas de la comarca, cazar animales y empajarlos, dibujar y hacer visitas, a duras penas nos daba un momento de descanso. A la salida del sol abríamos la tienda y poníamos manos a la obra: los mozos Ignacio y Timoteo bajaban al rio provistos de grandes calabazas en forma de peras de veinte litros de capacidad a buscar el agua necesaria para lavarnos, o cuando no, la comprábamos a los muchachos del país que montados en un rocín la llevan casi arrastrando en unas largas cañas de bambú, colocadas a ambos costados del jumento. 


Aguadores
El espectáculo que ofrece este sistema de acarreo tan primitivo es a veces muy pintoresco, especialmente cuando los aguadores van en comitiva, pues entonces mientras el uno toca la zampona, y el otro masca un plátano, y el de más allá se pone en pie sobre el lomo de la bestia, no falta quien azuza a la suya haciéndola trotar y excitando a las demás, de suerte, que si se cae una se caen todas las que vienen detrás, formándose un gran montón sobre la charca producida por el agua que se escapa de los bambúes, entre la confusión y el desorden. 


Aguadores y Lavanderas de Cartago
A orillas del rio, al pie de la ciudad y a la sombra de unas ceibas gigantescas reuníase todas las mañanas un considerable número de lavanderas presentando un golpe de vista entretenido y por demás pintoresco. Era aquel un lavadero en su expresión más primitiva. 
Cuando volvía a casa y mientras se disponían los embalajes, pasaba el tiempo dibujando plantas, operación que excitaba en alto grado la curiosidad de los transeúntes. Todos los vagos de la ciudad se paraban frente a la puerta, y poquito a poco fueron entrando en la casa, donde permanecían de pie días enteros contemplando en silencio a unos seres tan raros como nosotros, que habíamos ido allí desde tan lejos, sin otro objeto que secar, dibujar y empaquetar yerbas, insectos y guijarros de su país. Esta curiosidad molesta alguna vez, iba acompañada en otras ocasiones de agasajos y atenciones, no por pequeños menos conmovedores. No había muchacho que diera con una flor hermosa o un insecto brillante que no lo trajera a los caballeros extranjeros: cuando no una culebra, un lagarto, a veces un pájaro matado de una pedrada disparada con la honda o bodoquera, o un kinkajú cogido en el bosque a orillas del rio, mientras estaba atracándose de bayas de madroño. 


Bordadora
Las mujeres de Cartago hacen bonitos bordados multicolores en el tambor, por el estilo de los que tuvimos ocasión de ver 
en Salento. Las camisas de las fiestas, único vestido en uso, abiertas holgadamente sobre el pecho y atadas a la cintura por medio de un sencillo cordón, están adornadas con estos bordados lo propio que las imágenes de los santos y los ornamentos sacerdotales. Cierta mañana vino a visitarme una vecina en compañía de su hija, una linda morenita de catorce abriles, autora de unos dibujos muy cándidos, pero que revelaban cierto sentimiento del color. Aquella buena mujer vino a pedirme que diera algunas lecciones de acuarela a su hija, preguntándome con voz un tanto temblona, cuánto le llevaría por ello. Sin duda calcularla que, puesto que vivía en una tienda, debía hacerlo para vender mis géneros, pues recuerdo que a la negativa que hube de darle, se mostró muy contrariada, no apareciendo la sonrisa en sus labios, sino después que le hube regalado algunos colorines de Europa. 
Habian trascurrido ya nueve días desde nuestra llegada a Cartago: las mulas estaban repuestas, o a lo menos en disposición de llegar hasta Cali, por poco que encontráramos el camino firme, por lo que el día 25 de marzo, a las nueve y media de la mañana, nos despedíamos de nuestros amigos los cartageneros de América, y enderezábamos nuestros pasos hacia el Sur. 

El camino de Cartago a Cali sigue por la orilla derecha del Cauca a algunos kilómetros del cauce del rio, envuelto entre las yerbas de la pradera y por tanto fuera del alcance de la vista. Las colinas, tras de las cuales se desliza el rio de la Vieja, muy cercanas en un principio, se van quedando atrás, a medida que el terreno se eleva, hacia la sierra de Calarma, uno de los contrafuertes de la Cordillera central, en cuyos repliegues abriga la salina de Burila. 
En un principio el suelo arenoso y permeable es muy firme para andar, de modo que daba gusto ver a la caravana desfilar alegremente, con los arrieros que hacían chasquear el látigo, yendo de mula en mula, enderezando la carga de unas, en otras ajustando un rejo, ora cogiendo una hoja de plátano para resguardar del sol el kinkajú, llamado por ellos Pedro, en memoria de cierto negro de Cartago, y prorrumpiendo a la vez en cantos, votos y carcajadas, llenos de ardor y de buena voluntad. 


Fabriacion de la Cabuya
En Venta quemada, cerca de una cabaña de bambúes que domina la loma y junto a una caña fístula (cassia) cubierta de vainas negras, algunos indígenas fabricaban cuerda (cabuya). La cabuya se hace con la hilaza de una Furcraea ("Furcraea longaeva") que abunda en las zonas cálido-templadas, y a veces también con las fibras de las pitas de diversas especies. Machacadas las hojas, separan la hilaza golpeándola sobre un peine de hierro clavado en un pie de palo. Luego las lavan, las ponen a blanquear al sereno y las atan en haces para ser torcidas. Esta última operación es la que practicaban dos hombres, cerca de los cuales me detuve un rato, y en verdad que no puede darse nada más primitivo. El primero llevaba la pita arrollada a la cintura e iba hilándola a reculones, mientras que el segundo, después de hacerla pasar por la horquilla de un poste caballete, la torcía por medio de una pequeña hilera o raqueta, llamada allí carretilla, á la cual imprimía un rápido movimiento rotatorio, que en cierto modo reemplazaba la rotación del torno de nuestros cordeleros. 


A continuación franqueamos sin el menor contratiempo las quebradas de Zaragoza, las Piedras, Peladillo y la Mena. 







Fuente del relato e imágenes: Libro ´´Viaje a la América Equinoccial, de Édouard François André.


Fuente del relato e Imágenes: Libro ´´Viaje a la América Equinoccial, de Édouard François André